jueves, 29 de diciembre de 2016

La literatura siempre fue un oasis y un suplicio en mi vida. Mis mejores historias fueron aquellas que leí o que sentí que podrían componer un libro. En libros me refugié en mis peores momentos.

Recuerdo cuando en el colegio me conocían como la chica que lloraba y leía. Me escondía entre pupitres a leer y sollozar sin que me molesten. Al día de hoy no sé si buscaba mi soledad o que se acerque alguien a preguntarme qué estaba leyendo.

También conocí gente gracias a los libros. Y debo admitir, juzgo a las personas por sus lecturas. Otra anécdota… Una chica, amiga de mi pareja en ese momento, comenzó a salir con un chico. Él le regaló una novela, no recuerdo bien cuál. Pero mi novio la conocía y le dijo que no podía ver más a ese tipo, que nadie que precie a una persona le regalaría ese libro. Me llamó la atención, me pareció precipitado, hasta injusto. Sin embargo, me di cuenta que hago lo mismo. Así como no juzga un libro por su portada, sí juzgo a una persona por sus libros.

Intentar escribir fue una gran frustración. No diría que escribo mal, solo que soy mediocre. Me gusta expresarme, me imagino historias, pero soy muy absolutista y autorreferencial. Además del problema que tengo en todos los ámbitos de mi vida, que es la falta de perseverancia. Hay quienes dicen que soy buena; yo creo que los buenos son ellos al decirme eso.

Pero este ex, este hombre que fue tanto en mi vida, que juzgaba a las personas por los libros, él sí escribía. Y cómo me gustaba leer sus textos. Cómo disfrutaba sentirme musa, parte de sus historias, inspiración de sus cuentos de amor. Y cómo me dolió verlo dejar de escribir y luego volver a escribir para otra musa.

Y un suplicio dije… Siempre quise vivir historias, ser protagonista, tener dudas, anécdotas, aventuras. Pero refugiarme en la literatura me alejó de mi deseo, me puso en el lugar de espectadora, lugar que ocupo casi por completo. Buscar magia afuera de mí misma, ese fue siempre mi problema. No aceptar mi responsabilidad en mis historias, elegir mal el tipo de narración, usar tiempos condicionales, cambiar pasados por presentes.

En algún punto de mi existencia decidí vivir de los libros, con los libros, en los libros. Repito, desconozco cuántos libros leí, sé que me quedan muchos por leer. Pero siempre que agarré un libro, aunque fuera por no tener otro a mano, encontré un motivo para estar leyendo eso en ese momento. Ya sea Cortázar, Kapuscinski, Hee-Kyung, Asimov, Arlt, Vonnegut, Belli, Levrero, Hesse, Dostoievski o algún autor del que no recuerde su nombre ni el título de alguna de sus obras, alguna enseñanza, alguna identificación, algún cuestionamiento me dejaron. Cuántas mujeres y hombres valientes, sufridos, enamorados, desenamorados, he sentido dentro mío, cuántas lágrimas derramé por historias escritas, cuántas preguntas y respuestas (sobre todo preguntas) me brindaron.

Entonces, en algún momento de mi vida que no puedo identificar, porque cómo señalar cuál es el momento en que sucede algo que te cambia de raíz, o si venía conmigo, o si lo imagino o se fue formando con los años, confundí mi vida con las palabras, las hojas, los márgenes. Especialmente esos espacios en blanco, que no dicen y a la vez son los que más hablan. Porque cuándo un punto es seguido, cuándo aparte, cuándo estás cerrando un capítulo y cuándo una historia. Eso es lo admirable de las historias: las pausas, los frenos, los desenlaces, los finales.

[28.12.2016]

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