viernes, 30 de diciembre de 2016

Hoy viajaba en el colectivo. En frente mío iba una mujer de unos 30 años, le brillaban los ojos. Quise hablarle, pero no preguntarle si estaba bien, siempre me pareció una pregunta idiota. Lo que yo quería era saber de su vida, quién era, a dónde iba, de dónde venía, qué quería, cómo pensaba la vida. Pero como ya sabemos, nunca fui buena para hablar con desconocidos. Nos miramos algunas veces. Me pareció una persona con mucha luz propia y mucho dolor a cuestas. Se bajó una parada antes que la mía.


Pero podría cambiar la historia, si la escribo yo.


Hoy viajaba en el colectivo. En frente mío iba una mujer de unos 30 años, le brillaban los ojos. Quise hablarle, así que le conté que leí una novela de un muchacho que había perdido a su familia y, luego de años de vagar y muchas aventuras que no vienen al caso, se había enamorado de una joven. Pero esta joven era muy complicada, no conocía el amor, no lo entendía. Ella estaba con hombres para sacar beneficio, y de él no iba a poder sacar nada más que amor. Así que fueron amigos, compartieron experiencias, sufrieron, huyeron, descubrieron. Y en el entramado de estas historias se fueron enamorando, pero él siempre la perdía de vista.

Me preguntó cómo terminaba la historia y le respondí la verdad: “no lo sé, aún no se escribió el final”. Y le dije que a veces me gustaba no conocer los finales de las historias, que las historias valen más por la trama que por el desenlace.

Quise saber cómo terminaría ella la historia. Me dijo que nunca se sabe cuándo una historia está terminando. Llegamos a una parada anterior a donde me bajaba yo y se bajó ella. Quizás la vuelva a ver, nunca se sabe cuándo termina una historia.

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