domingo, 9 de diciembre de 2012

Un manchón negro me llamaba desde su centro la primera vez que la vi. Poco después me acordé de ponerme los anteojos y ahí estaba su tatuaje; cuatro líneas verticales y dos puntitos, nada más… pero… ¡Ay que exitosos en cada capricho! ¡Jesús que me convocaban!
Las dos líneas internas se torcían cada una sobre sí misma en una sola de las puntas y los firuletes semejaban el Ying-Yang. Las externas eran simples paréntesis, apenas partidos hacia adentro por la mitad. Y, por fuera, los puntitos balanceaban las líneas –sin contacto- remachando a prudentísima distancia los quiebres entre relieves.
Desde la base del cuello el dictador –reinante dibujo tronador- atrajo a sí, impune, cuanta manchita encontró diseminada en la piel lechosa de los otros; brazos y piernas habían quedado lisos, pulcros, con algunos puntos naranja-amarronados demasiado esparcidos como para llamar la atención.
Así, cuando noté que estaba enamorado de aquella espalda, la amaba a ella hacía tiempo. Como el tatuaje supo hacer a la constelación de pecas que lo rodeaban (alguna que otra, apenas más pigmentada, simulaba ser lunar o pobre planeta), me esclavizó su belleza –tan cierta como el halo infantil y divino de su risa. Y se propuso mantenerme siempre cerca, un pasito antes del horizonte, al alcance de la vista, mi vista siempre en su espalda, buscando galaxias nuevas que, si encuentra, mi boca desespera por besar.
Casi a diario persigo la ternura en sus estrellas. Suelo ir a parar en otras partes; claras, llanas, a menudo allanadas, que intento arar. Inimaginables, los caminos a esos miembros blancos no llevan el oxígeno abundante que requiero para respirar pausadamente: me bato, pierdo, nos olvidamos de exhalar.


Te amo, precioso. El mejor regalo del universo es leer esto a tu lado.

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